Como veíamos en el anterior post de la serie sobre decisiones, existe una diferencia, más bien semántica, entre lo que significa decidir o elegir. Decidir implica pensar, reflexionar o analizar para posteriormente decantarse por la mejor opción posible. Sin embargo elegir es algo que hacemos de forma automática, normalmente a merced de nuestras emociones.
Aprender a decidir bien es uno de los factores claves para la efectividad, junto con desarrollar la capacidad de gestionar correctamente nuestra atención. Afirman Miguel Ariño y Pablo Maella que «no podemos juzgar la calidad de nuestras decisiones por los resultados obtenidos, sino por el proceso que se ha seguido para tomarlas».
Teniendo en cuenta esta afirmación, resulta necesario conocer qué es lo que ocurre cuando tomamos decisiones, sobre todo para ser conscientes del proceso que solemos seguir, obtener información y sacar conclusiones, ya que si este proceso mejora también lo harán nuestros resultados.
Una de las primeras preguntas que se hace Sheena Lyengar en –El arte de elegir– son las siguientes: ¿dónde se origina la capacidad de elegir? ¿Cómo podría aprovecharse dicha capacidad?
La capacidad para elegir se origina en nuestro instinto de supervivencia, y sobre todo en la percepción de que podemos ejercer el control sobre nosotros mismos y el entorno que nos rodea. La percepción de control está ligada a la autonomía.
En 1957, el psicólogo Curt Richter desarrolló una serie de experimentos para evaluar el efecto que tenía la temperatura del agua en la resistencia de unos ratones de laboratorio. Colocaban a una serie de ratones dentro de unos botes de cristal de forma individual. Estos botes se llenaban de agua, y al ser la paredes tan altas y resbaladizas para poder trepar hasta la salida, los ratones tenían que deliberar entre nadar o bien hundirse. Para evitar que se quedaran flotando y pudieran descansar, se les rociaba constantemente con un chorro de agua.
El resultado procedía de medir el tiempo que los ratones tardaban en sucumbir. Había ratones que aguantaban hasta sesenta horas, y otros tan sólo unos quince minutos. Es como si algunos decidieran tirar la toalla y otros luchar hacia el final, movidos por su instinto de supervivencia. ¿Qué podía explicar esto?
En una segunda ronda de ensayos, a los ratones se les salvaba la vida en varias ocasiones. Este hecho les generaba una especie de sensación de control sobre su posibilidad de salvación. Los resultados en esta ocasión fueron mucho más uniformes. Es como si los ratones hubiesen elegido vivir hasta que sus cuerpos resistieran, amparados por la creencia de que se podrían salvar dadas las experiencias que habían tenido anteriormente.
Más tarde, en 1965, el psicólogo Martin Seligman, en su conocido experimento con los perros, puso de manifiesto la influencia que tiene la percepción de que el control es posible a la hora de elegir. Seligman sometía a dos grupos de perros a un experimento mediante el cual recibían una serie de descargas eléctricas. Un grupo podía detenerlas mediante un mecanismo, y el otro no. Los que podían detenerlas, se resignaban a las descargas, pero con el tiempo aprendían a frenarlas, es decir, un grupo aprendía que tenía el control de parar el sufrimiento y el otro no. En experimentos posteriores, con algunas variantes, los perros que habían aprendido que no podían controlar las descargas permanecían pasivos, ya que habían aprendido que no podían hacer nada, dadas sus experiencias anteriores.
Los ratones seguían nadando para tratar de salvarse porque ya habían percibido que era posible. Por otro lado los perros se sentían indefensos, ya que habían aprendido que no podían hacer nada. Las posibilidades reales que tenían los animales de salvarse son muy diferentes de las posibilidades que ellos percibían que tenían. Como conclusión, la sensación de control facilita la elección.
Para decidir bien hemos de evaluar de forma racional todas las opciones que tenemos y elegir la mejor posible. Éste es el mismo proceso que sigue nuestra mente cuando trata de elegir algo de forma automática, aunque basándose en la información que perciben nuestros sentidos. Para poder decidir bien, al margen de esta información procedente de nuestros sentidos, hemos de tener en cuenta información actual, útil y relevante, y ser capaces de controlar al elefante.
El principal sistema cerebral que interviene cuando tomamos decisiones se conoce como red corticoestrial. Este sistema forma parte de un conjunto de estructuras que se las conoce como ganglios basales, que para que lo entendamos de forma sencilla, funcionan como una especie de interruptor que conecta nuestros dos sistemas de pensamiento, el frío (racional) y el caliente (emocional). Su principal función, respecto a la toma de decisiones, está relacionada con la gratificación asociada a las experiencias que tenemos. Como afirma Sheena Lyengar, es responsable de alertarnos de «azúcar-bueno» o «endodoncia-malo». Nos ofrece la conexión necesaria para desear lo que deseamos. La experiencia es necesaria para que se produzca esta asociación.
Puede decirse que la capacidad de elegir es el arma más poderosa que tenemos para controlar nuestro entorno. Nacemos con las herramientas para ejercitar la elección, pero, igual de importante, nacemos con el deseo de hacerlo. Sheena Lyengar
En otro estudio realizado en esta ocasión con bebés de 4 meses, los investigadores favorecieron que éstos pudieran oír música al tirar de unas cuerdas. En una segunda fase del estudio, lo bebes podían oír la misma música pero sin tirar de las cuerdas, es decir, sin experiencia previa. El resultado fue que los bebés se sentían tristes y enfadados. Sencillamente querían elegir cuándo escuchar la música. Querían experimentar para conseguir el resultado.
Pensar y reflexionar antes de hacer entra en contradicción con nuestro deseo natural de elegir. Esto interfiere directamente en la efectividad, ya que para hacer las cosas correctas antes hemos de haber pensado y decidido de forma correcta cuáles son nuestras posibilidades.
La efectividad del profesional del conocimiento necesita estrategias que permitan gestionar adecuadamente la atención y tomar buenas decisiones. Metodologías como GTD® y OPTIMA3® permiten poner en práctica estrategias en este sentido. Uno de los hábitos centrales de OPTIMA3® consiste en enfriar el pensamiento, que resulta vital para tomar buenas decisiones, ya que elegir es un impulso natural.